BAUTISMO EN EL JORDÁN: JESÚS, EL SIERVO DE DIOS
“El Señor bendice a su pueblo con la paz” hemos recitado en el salmo. “Príncipe de la Paz” se le llamaba en la misa de Nochebuena. Celebramos también la Jornada Mundial de la Paz en la octava de la Navidad. La fiesta de hoy, que cierra el tiempo de Navidad, nos vuelve a insistir en la paz universal que Dios trae con la encarnación de su Hijo. El bautismo de Jesús es el comienzo de su misión. Una misión que viene descrita en el cántico del Siervo que nos ofrece la primera lectura: Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas. Tomado de la mano de Dios y constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, traerá el derecho a las naciones.
El bautismo de Juan poco o nada tiene que ver con nuestro sacramento. Tan solo era un signo de autenticidad, de querer vivir en la voluntad de Dios, de dejar atrás la vida de pecado y comenzar a vivir todo aquello que anunciaron los profetas. Y Juan sabía que, con esa comunidad que iba formando junto al Jordán, estaba preparando el camino de Jesús. Cuando Jesús pide el bautismo a Juan, está haciéndose pasar por uno de tantos; actuando como un hombre cualquiera; como un pecador más. ¿Podría haber incorporado Jesús en su comunidad a los discípulos de Juan si hubiera rechazado el bautismo de Juan? ¿Podrían haber creído los discípulos del bautista que él es a quien había que seguir sin haber pasado antes por el bautismo que ellos habían recibido? La versión del acontecimiento que nos da el evangelio de San Mateo realza muy bien el contraste entre lo que Jesús es y lo que parece ser a los ojos de los que estaban en el Jordán: Soy yo el que necesita que tú me bautices, le dice Juan a Jesús. Y es cierto, pero Jesús apela a la voluntad de Dios para justificar su petición de ser bautizado: Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Y es que el abajamiento de Dios en la encarnación tiene que conllevar todas sus consecuencias. Hay que especificar que el bautismo de Juan no borraba los pecados; era un signo penitencial al estilo de los ritos judíos de conversión, como el vestirse de saco o el cubrirse la cabeza con cenizas. De la misma manera, el rito cristiano del miércoles de ceniza expresa un deseo de conversión pero no borra los pecados. Así era el bautismo de Juan.
En el momento del bautismo de Jesús, se da una teofanía, una manifestación de Dios. ¿Quién o quiénes la perciben? Dependiendo del evangelista, la respuesta es diferente. En la versión de San Mateo, que leemos en la liturgia de hoy, solamente Jesús percibe la revelación divina. En este evangelio, tal manifestación está orientada a que Jesús tenga la certeza de su ser Hijo. La expresión de lo que se manifiesta es trinitaria: el Padre habla, el Hijo es bautizado y, a la vez, ungido por el Espíritu Santo. La locución del Padre entronca directamente con la tradición bíblica, de los profetas en concreto, que presentan al siervo de Dios como su “amado”, su “predilecto”. La voz le llama “Hijo”. Así, pues, un judío que conociera mínimamente las escrituras, podría identificar fácilmente la figura del siervo en Isaías con Jesús, con el Hijo, y llegar a la conclusión de que Jesús es el Hijo de Dios anunciado por Isaías. La misma tradición profética anunciaba la venida del Mesías. Esa palabra significa “Ungido”, pues sería ungido por el Espíritu Santo. Ya las primeras páginas del Pentateuco presentaban al Espíritu de Dios “aleteando sobre las aguas” en el momento de la creación. En el bautismo de Jesús en el Jordán, una paloma, que es capaz de aletear, baja del cielo y se posa sobre Jesús. Y el evangelista la identifica como “el Espíritu de Dios”. Asistimos, por tanto, a la unción de Jesús por el Espíritu Santo. En consecuencia, un judío podía entender enseguida que este relato afirma que Jesús es el Mesías esperado y que el Padre lo presenta como tal. Los cuatro evangelios hacen referencia a este momento, y tres de ellos mencionan la especial manifestación de la Trinidad en el acontecimiento. Según las versiones, esa manifestación es percibida también por Juan o por todos los asistentes. De lo que no hay duda es de que Jesús vivió en ese momento una revelación extraordinaria que le haría cambiar el transcurso de toda su vida.
Tras su estancia en el desierto, Jesús comenzaría su vida pública. Desde la sencillez de lo cotidiano, desde la normalidad de los hombres y de la sociedad, Jesús actuará con la mano de Dios para anunciar la buena noticia, para enseñar el amor y la misericordia divina; para actuar contra el mal, manifestado en la enfermedad y la muerte; para denunciar la injusticia y la hipocresía de la política, de la religión. Y todo ello lo ejercitará con la autoridad que ha recibido directamente de Dios, frente a las autoridades religiosas del templo de Jerusalén. Al haber tomado el relevo del Bautista y haber asumido como propio el núcleo de su comunidad, Jesús ha optado ya por situarse enfrente de la religión oficial. Una cierta ruptura, pues, se adivina, la polémica se presagia, la tragedia se irá fraguando paso a paso. Pero eso lo iremos viendo a lo largo del año litúrgico.
P. JUAN SEGURA
El bautismo de Juan poco o nada tiene que ver con nuestro sacramento. Tan solo era un signo de autenticidad, de querer vivir en la voluntad de Dios, de dejar atrás la vida de pecado y comenzar a vivir todo aquello que anunciaron los profetas. Y Juan sabía que, con esa comunidad que iba formando junto al Jordán, estaba preparando el camino de Jesús. Cuando Jesús pide el bautismo a Juan, está haciéndose pasar por uno de tantos; actuando como un hombre cualquiera; como un pecador más. ¿Podría haber incorporado Jesús en su comunidad a los discípulos de Juan si hubiera rechazado el bautismo de Juan? ¿Podrían haber creído los discípulos del bautista que él es a quien había que seguir sin haber pasado antes por el bautismo que ellos habían recibido? La versión del acontecimiento que nos da el evangelio de San Mateo realza muy bien el contraste entre lo que Jesús es y lo que parece ser a los ojos de los que estaban en el Jordán: Soy yo el que necesita que tú me bautices, le dice Juan a Jesús. Y es cierto, pero Jesús apela a la voluntad de Dios para justificar su petición de ser bautizado: Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Y es que el abajamiento de Dios en la encarnación tiene que conllevar todas sus consecuencias. Hay que especificar que el bautismo de Juan no borraba los pecados; era un signo penitencial al estilo de los ritos judíos de conversión, como el vestirse de saco o el cubrirse la cabeza con cenizas. De la misma manera, el rito cristiano del miércoles de ceniza expresa un deseo de conversión pero no borra los pecados. Así era el bautismo de Juan.
En el momento del bautismo de Jesús, se da una teofanía, una manifestación de Dios. ¿Quién o quiénes la perciben? Dependiendo del evangelista, la respuesta es diferente. En la versión de San Mateo, que leemos en la liturgia de hoy, solamente Jesús percibe la revelación divina. En este evangelio, tal manifestación está orientada a que Jesús tenga la certeza de su ser Hijo. La expresión de lo que se manifiesta es trinitaria: el Padre habla, el Hijo es bautizado y, a la vez, ungido por el Espíritu Santo. La locución del Padre entronca directamente con la tradición bíblica, de los profetas en concreto, que presentan al siervo de Dios como su “amado”, su “predilecto”. La voz le llama “Hijo”. Así, pues, un judío que conociera mínimamente las escrituras, podría identificar fácilmente la figura del siervo en Isaías con Jesús, con el Hijo, y llegar a la conclusión de que Jesús es el Hijo de Dios anunciado por Isaías. La misma tradición profética anunciaba la venida del Mesías. Esa palabra significa “Ungido”, pues sería ungido por el Espíritu Santo. Ya las primeras páginas del Pentateuco presentaban al Espíritu de Dios “aleteando sobre las aguas” en el momento de la creación. En el bautismo de Jesús en el Jordán, una paloma, que es capaz de aletear, baja del cielo y se posa sobre Jesús. Y el evangelista la identifica como “el Espíritu de Dios”. Asistimos, por tanto, a la unción de Jesús por el Espíritu Santo. En consecuencia, un judío podía entender enseguida que este relato afirma que Jesús es el Mesías esperado y que el Padre lo presenta como tal. Los cuatro evangelios hacen referencia a este momento, y tres de ellos mencionan la especial manifestación de la Trinidad en el acontecimiento. Según las versiones, esa manifestación es percibida también por Juan o por todos los asistentes. De lo que no hay duda es de que Jesús vivió en ese momento una revelación extraordinaria que le haría cambiar el transcurso de toda su vida.
Tras su estancia en el desierto, Jesús comenzaría su vida pública. Desde la sencillez de lo cotidiano, desde la normalidad de los hombres y de la sociedad, Jesús actuará con la mano de Dios para anunciar la buena noticia, para enseñar el amor y la misericordia divina; para actuar contra el mal, manifestado en la enfermedad y la muerte; para denunciar la injusticia y la hipocresía de la política, de la religión. Y todo ello lo ejercitará con la autoridad que ha recibido directamente de Dios, frente a las autoridades religiosas del templo de Jerusalén. Al haber tomado el relevo del Bautista y haber asumido como propio el núcleo de su comunidad, Jesús ha optado ya por situarse enfrente de la religión oficial. Una cierta ruptura, pues, se adivina, la polémica se presagia, la tragedia se irá fraguando paso a paso. Pero eso lo iremos viendo a lo largo del año litúrgico.
P. JUAN SEGURA