LA ORACIÓN DEL FARISEO Y LA DEL PUBLICANO. DOMINGO 30 C 2013

La parábola del fariseo y el publicano es la parábola del “bueno” y el “malo”; la del religioso y el pecador. Los fariseos se tenían por buenos, cumplidores de la ley. Jesús les acusa reiteradamente de que no autoriza esa religiosidad que cumple la literalidad de la norma pero que no la trasciende y que, más bien, llega, incluso, a olvidar el espíritu de lo que está escrito. Pero Jesús pide más, pide un paso hacia la misericordia y el amor indulgente.

San Lucas nos introduce de forma muy clara cuál es el hecho al que quiere responder esta enseñanza de Jesús. Ese hecho es la idea de que yo soy bueno pero condeno al pecador; descalifico al hermano; me creo mejor que él y le llego a despreciar. El publicano es tenido en su sociedad como un pecador público; ha traicionado a los hijos de Israel y vive del robo de comisiones en la recaudación de los impuestos para los romanos. Su pecado, conocido por todos, es la traición a Dios y el robo. Notemos que los pecados del fariseo son privados y no son de conocimiento público, lo cual le otorga cierta ventaja al descalificar al pecador público. Ahora bien, él sí debería conocer su pecado; debería saberse imperfecto y, por tanto, necesitado, igualmente, de la misericordia de Dios. Una buena parte del problema estriba en que no reconociéndose pecador, quiere presentarse como justo ante Dios comparándose con un pecador público. Pues bien, Dios conoce su vida, su interior, su pecado, y desautoriza su oración. El contraste de los personajes de la parábola se hace más manifiesto cuando conocemos el contenido de la oración del publicano. Él se sabe pecador y esa, precisamente, es la diferencia de su oración. El fariseo, siendo pecador, intenta autojustificarse y acusa al próximo. El publicano ni siquiera repara en la presencia del otro; su oración es una plegaria de misericordia y de perdón. Este hombre está en la realidad; el fariseo está en una mentira y engaño permanentes; su oración es una farsa.

¿De qué podríamos presumir ante Dios? Si nos presentamos ante él con soberbia, ¿cómo podría Dios darnos la razón? Si todos somos pecadores, ¿cómo podría un pecador acusar o condenar a otro pecador? Solo si nos damos cuenta de esto somos realistas, pues el ser humano, a la vez que es creación de Dios, es también pecador por naturaleza. Solo Jesús y la Virgen María han pasado por esta vida sin conocer el pecado.

Y, por otra parte, ¿cómo despreciar y condenar al hermano? Ni aunque fuera el peor ser del género humano, solo Dios tendría la capacidad para juzgarle; y no solo porque es el Señor de todos, sino también porque es el único que puede juzgar y condenar. Algunos que creyeron en Jesús pensaron que sería él quien separaría ya entonces el trigo de la parva (véase el caso del Bautista, por ejemplo); pero, incluso entonces, Jesús nos enseña que en esta vida crecerán juntos el trigo y la cizaña: que la separación del grano bueno de las malas yerbas solo se dará al final. Al final de los tiempos.... Al final de la vida... En cada uno de nosotros hay trigo y hay también malas yerbas. Por eso hemos de ser purificados. Pero también por eso no podemos condenar a nadie, pues en el otro también Dios podrá encontrar trigo. Es el fruto de la semilla de Dios que todos llevamos dentro porque somos creación suya. De ahí nuestra capacidad para la reacción, para enderezar nuestro camino errado, para iniciar nuestra conversión. Y es en eso donde Dios nos quiere ver. Porque todo empieza con el reconocimiento del propio pecado. Si focalizamos el punto de atención en el pecado del otro, nos estamos engañando a nosotros mismos. Ese foco de atención ha de mirar hacia el propio pecado; es entonces cuando se puede poner en marcha la suficiente humildad para ver nuestra propia realidad y para comenzar el camino de conversión. La conversión del vecino depende de él; es nuestra propia conversión la que depende de nosotros mismos y de la que tendremos que responder.

P. JUAN SEGURA